viernes, 14 de mayo de 2010

Un asunto de etiqueta

Todos íbamos a ser inmortales

Si mientras viaja en un avión comercial se entera de que al piloto sólo le enseñaron a despegar, dejándolo ignorante respecto de las técnicas para aterrizar ¿cómo se sentiría?: ¿aterrado?, ¿incrédulo?, ¿estafado? Lo más probable es que sentiría todo eso al mismo tiempo y algo más… por lo menos una urgencia incontenible de ir al baño. Ahora, como la costumbre y el paso del tiempo moderan todas las angustias, en nuestra vida diaria no solemos experimentar ninguna de estas sensaciones, en circunstancias que, si fuésemos lúcidos, las debiésemos sufrir como una náusea crónica, de fondo.

Una náusea crónica originada en la irracionalidad más obcecada de la modernidad: la negación de la muerte. Como al piloto de marras, desde pequeños nos enseñan, con exquisito detalle, a cómo subir la escalera de la vida, pero también nos ocultan, con igual tenacidad, toda sabiduría que nos ayude a aceptar la propia muerte y a “vivirla” con paz interior, sin rabia ni desesperación. Aquí no predico: me he sorprendido, como padre, dando respuestas impresentables a mis hijos cuando, entre los cuatro y seis años, comienzan con la angustia por la perspectiva de la propia muerte. “No te preocupes, si para eso falta mucho…”, les repetía indolente, esperanzado en que se les pase luego o esperanzado en que encuentren respuestas en las clases de religión del colegio… Sí, he sido inepto, me fue más fácil hablarles de sexualidad. Y es que toda edad tiene sus herejías y la herejía de la modernidad es la muerte o, lo que es igual, la limitación infranqueable del inflado ego del ciudadano-sujeto de derechos-consumidor que campea desde la medianía del siglo pasado.

En este punto debo confesar mi profunda admiración hacia los vendedores de nichos mortuorios. Sometidos a todo tipo de desprecio, les toca ser los iconoclastas de esta cultura que nos pretende hacer creer que somos inmortales e inmunes a cualquier avance de la muerte, ya sea en forma de precariedad, sufrimiento sicológico o de un mero dolor de cabeza. Resulta horrible intentar esquivarlos cuando se abalanzan sobre uno en la calle tratando de dar los mejores argumentos de venta que existen: un producto, el único en rigor, que usted está seguro de que usará por toda la eternidad. En verdad, sobran los comentarios, pero hay una arista curiosa: la muerte tiene beneficios para todos los seres humanos, pero estos, animales desagradecidos, sólo se dedican a denostarla. Un repaso a vuelo de pájaro: el socialista encuentra en la muerte la igualación definitiva de todos los hombres; el neoliberal, el alivio eterno de las cargas tributarias; el amante, el orgasmo final, no ya la petite mort, sino la grand mort; el hipocondríaco, la liberación absoluta del miedo al dolor… En fin, a qué seguir argumentando sobre la circularidad del círculo.

Pero lo que más indigna, y creo que aquí está la raíz de cuanta crisis económica, política, social o ambiental haya sufrido Occidente en los últimos cien años, es que NINGUNA utopía política, ya sea conservadora o progresista, nos ayuda a aceptar la muerte. Muy por el contrario, TODAS caen en la demagogia más repugnante y nos prometen que, con ellas, la vida en la tierra no hará más que alargarse…¡¡Qué aburrimiento!! Son verdaderas escuelas de lateros, basta ver la locura de Fidel Castro por alargar su vida, su manía obscena por su salud, por embalsamarse en vida y así poder seguir predicando o enviando sus “cartas pastorales” a su pobre y asfixiado pueblo. En el otro extremo, Juan Pablo II insistía en ejercer el pontificado desde la senectud perfecta, sin importarle que delante de sus ciegos ojos y de sus sordos oídos campeara la injusticia con los niños víctimas de la pederastia. En fin, la vida debe tener una etiqueta y lo esencial en esta es saber cuándo debemos hacer mutis por el foro y dejarnos querer por los gusanos en medio del húmedo abrazo de la tierra… ¿Será tan difícil? No debiese, antes de ser concebidos, todos nosotros, estábamos tan muertos como cuando dejemos de respirar. No me quejo de mi pasar antes de, digamos, alguna noche de pasión que tuvieron mis progenitores allá por julio de 1968… Hasta esa noche de invierno, para mí, todo era paz, chapoteaba en medio de la nada o era una basurilla que molestaba dentro del afilado ojo de la Providencia.

Sí, es verdad, aceptar la propia mortalidad es difícil… Desde pequeños nos inculcaron que seríamos dioses, ya sea en su versión laica (entregándonos al ideal del progreso), religiosa (que seríamos el mesías u oficiaríamos de santos bienaventurados) o en su traducción “tecno-posmoderna” (que seríamos algo así como Batman o Catwoman, siempre jóvenes, energéticos, productivos y llenos de dispositivos electrónicos).

Basta de tanta patraña fáustica, de tanto activismo inútil y sigamos el ejemplo de la cultura india. Gran parte de la sabiduría indostánica se orienta al logro del arte del buen morir. La meditación que promueve el yoga está impregnada de la aceptación del hecho de la muerte, tanto es así que, cada práctica, termina en shavásana o postura del cadáver. Ahí sí que se les enseña a aterrizar, a bajar las escaleras a las pobres almas. Entonces, mis queridos y maltratados lectores, la invitación es a convertirse alegremente en fiambres y dejar tranquilo al planeta y a los que recién empiezan su vida en este valle de lágrimas, no los hagamos a ellos cargar con el financiamiento de nuestras costosas pensiones y demenciales sistemas de salud para mantenernos delirando hasta los 150 años… Es un asunto de educación, de etiqueta.