martes, 9 de noviembre de 2010

Lodo Mon Amour

CLICK en la portada para verla al 100 por ciento.

Almas infartadas, vidas de pacotilla, gente que, claro, tiene cuentas con el destino, porque resulta que sus días son más ridículos que gloriosos...En fin, podría ser una metáfora de Chile. Como país, siempre aspiramos a ser algo serio, pero la resbaladiza historia se encarga de hundirnos en el lodo de la opereta justo cuando estamos ¡¡¡a punto!!! de parir un instante digno de archivarse en los anales de la especie. Puras ramplonerías, ¡qué le vamos a hacer!
Mientras escribía la novela, me visitó muchas veces el mito platónico de la caverna, pero con ciertos "enchulamientos" que lo hacen más apropiado a nuestro ser local. Me explico: en lugar de ser el género humano el que mira las sombras que "el mundo de las ideas" proyecta sobre la pared de roca; somos los chilenos los que, embobados, vemos desfilar los reflejos fantasmagóricos que el mundo desarrollado proyecta en las esquinas de nuestras ciudades. ¿Cómo? No sé, pero creo que es una ocurrencia con cierto asidero. El otro día, esperaba la luz verde para cruzar una concurrida calle de Providencia. A mi lado, se preparaba un malabarista para comenzar su "trabajo" apenas dieran la roja a los automóviles. Cuando estos pararon él se lanzó a realizar su show en medio de la acera: se colocó delante de un Porsche Carrera, descapotable, último modelo. El piloto miraba despreocupado a su ¿amenizador vial?, mientras dejaba que su brazo izquierdo reposara en la ventanilla, ostentando así un Rolex digno de un magnate tercermundista. El dorado del reloj producía un juego ominoso junto al negro del coche. Los anteojos oscuros del conductor reflejaban las piruetas del saltimbanqui con una deformación casi malintencionada. Miré a ambos y se me antojó una revelación: Chile está simbolizado por este parcito, por este binomio compuesto por entretenedor y entretenido. ¡Si hasta el presidente se desvive por mantenernos libres de todo tedio! ¿Entretenernos de qué? ¿De nuestras vidas? No se nos vaya a ocurrir tomarnos de nuevo en serio nuestras pobres existencias, cada vez que ello ocurre, se nos alcoholiza el alma y nos ponemos algo violetos... Mejor así, jugando eternamente a la diversión... Hasta los mineros nos ayudaron en la tarea. En imprenta me dicen que el libro estará para el 25 de noviembre, quién sabe, todo depende de que al tipógrafo no lo atropelle el estólido del Porsche Carrera. Cruzo los dedos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Apuntes para una ética de la traición


En Anatomía de un Instante (Mondadori, 2009), Javier Cercas explica que es necesario elaborar una ética de la traición, pues hasta aquí los hombres se han venido acusando mutuamente de traición desde que la historia nos arrojara del paraíso. Cercas nos sugiere que, desde que el cráneo humano empezó a rumiar, no ha podido parir nada diferente de la ética de la lealtad y esto, claro, es un grave problema para los traidores y para quienes sospechamos que algún día podríamos visitar dicha categoría. Una ética de la traición sería, entonces, un avance magnífico desde el momento en que se reconoce que es la traición la que gatilla la mayoría de los cambios históricos: los impulsores de la agricultura escupieron sobre las tradiciones de los recolectores, los comerciantes utilizaron a los campesinos para comerciar sus productos, más tarde, los banqueros abusaron de los mercaderes para concentrar capital y así financiar proyectos industriales que, muchas veces, no pagarían sus deudas con los bancos. En fin, el obrero mordería la mano de su patrón, el joven idealista aborrecería los axiomas del partido de sus padres y así hasta el infinito.

Es verdad que no todas las traiciones son glamorosas ni estéticas, pero muchas son necesarias. La canción Le Déserteur, del escritor y músico francés Boris Vian, habla de la necesaria traición del sentimiento nacionalista que ya había arrastrado a Europa a una guerra generalizada entre 1914 y 1918 y que, por los años en que fue compuesta, recrudecía y comenzaba a cobrar en sangre la ingenuidad de las jóvenes generaciones galas. En la romanza, Vian le declara al presidente de la República Francesa que no irá a la guerra, pues “vio partir a su padre y morir a su hermano” y que no está dispuesto a seguir el mismo camino que ellos. El mensaje, visto desde la óptica de la lucha contra la barbarie nazi, podría ser calificado incluso de cobarde, pero visto desde la necesaria rebeldía contra la irracionalidad de las guerras, es casi un gesto de heroísmo: se manifiesta así la inevitable ambigüedad de la traición, su torcido camino hacia el bien por medio de inconfortables travesías por los eriales del mal. Cuando Vian advertía que traicionaría a la causa francesa, en el fondo, declaraba su lealtad a la vida, su lealtad a la Europa de Dante y al proyecto político universalista que dicho continente viene intentando, en medio de innumerables errores, desde la aspiración romana de unificar el mundo bajo el imperio de la ley y la racionalidad.

Pero el viscoso y oscuro núcleo del tema que nos preocupa aún permanece intocado. Cercas no se atrevió a explicitarlo y sólo enunció la pregunta: ¿es posible formular una ética de la traición que sea consistente con los valores humanos más permanentes? Desde mi limitado punto de vista, me atrevo a decir que sí, y que no sólo es posible, sino que además es necesario, es deseable. Puestos a definir la estructura axiológica de la traición (es decir, de aquella traición valiosa, digna), nos encontramos siempre con un movimiento, o mejor aún, con un viaje: me refiero al doloroso recorrido que hace el traidor virtuoso desde lo particular a lo universal. En su libro, Cercas habla de esto todo el tiempo, pero por algún motivo, no lo llega a formular en toda su extensión. En efecto, el autor de Anatomía de un Instante, describe magistralmente el viaje de Adolfo Suárez desde su juventud provinciana, de un falangismo torvo, hasta su madurez de estadista incluyente que se desangró en la tarea de desmontar el estado franquista para construir sobre sus ruinas un proyecto político universal, capaz de dar cabida dentro de sí tanto a republicanos como a nacionales y monárquicos. En este afán, Suarez fue capaz de arriesgar la vida durante la decisiva tarde del 23 de febrero de 1981, cuando el Coronel Tejeros entró al parlamento español a punta de disparos. Mientras todos los congresales se tiraban al suelo, Suárez no se movió de su asiento. Sólo fue capaz de imitarlo el representante del Partido Comunista, Santiago Carrillo, a quién también le tocó cargar con la acusación de haber traicionado los valores del bando republicano. Las balas silbaban entre las cabezas de ambos próceres, pero nunca se doblegaron ante la intentona golpista. Es verdad, el combustible que impulsó a Suárez a través de su arduo viaje desde el falangismo a la democracia era poco decoroso, pues su composición, a la postre, fue mera ambición personal, ansias de salvarse como político y de perdurar en el poder, no el amor a la libertad. Ahora, si somos justos, hacerle esta crítica a un político, es equivalente a denostar a los amantes por dejarse llevar por la lujuria o tirarle las orejas a un empresario por desear utilidades. No se puede mirar feo a un girasol por estar interesado en la radiación solar, nadie está obligado a renunciar a su naturaleza.

Otro ejemplo, muy clarificador de traición virtuosa, es una que no se suele explicitar: la de Jesucristo y su reinterpretación radical de la Ley Mosaica, al punto que saltó desde una religión casi tribal, como el judaísmo de su tiempo, a otra confesión con una aspiración universal inocultable: “ya no hay griego, romano ni judío”, les contestaba a quienes estaban inquietos por su total prescindencia respecto del esfuerzo de su pueblo por liberarse del yugo de Roma. Fue esta traición, ni más ni menos, una de las causas principales que llevaron a Cristo a la muerte en cruz. La comunidad judía de su época tenía pocas posibilidades de comprender el mensaje religioso de Cristo, pues, al estar orientado hacia un público universal, carecía de toda ambición de liderazgo político particular como el de Moisés o David. Y, claro, la subversión contra la autoridad romana ni siquiera figuraba en su agenda salvífica. En esto, Cristo sentó las bases del estado laico al desvincular la religión de la política secular. Esta innovación, es menester reconocerlo, es tan importante como la creación del alfabeto.

El concepto de traición virtuosa es, entonces, fértil en aplicaciones. El modelo más obvio, el que más grita, es el ya casi centenario conflicto del Cercano Oriente. La ya irracional disputa que enreda a palestinos e israelíes requiere, con urgencia, de que ambas partes recurran a la traición virtuosa. Sí, cada uno de los bandos, debe, sin asco ni remordimiento alguno, traicionar a su propia tribu para ser leal a un proyecto de estado binacional, laico y universal que reconozca como ciudadano a quienes estén dispuestos a sobrellevar las cargas, deberes y derechos que ello supone. Es urgente desertar de toda idea que vincule la nacionalidad a cualquier rasgo ligado a la raza, la religión, la lengua, la clase social o la cultura del sujeto de derechos. Cuando los palestinos de Hamas traicionen su ideal de un estado inspirado en la ley islámica y los israelíes deserten de sus profetas bíblicos y de la utopía sionista, entonces ya se podrá respirar tranquilo en esos parajes. Con estas razones en el corazón, queridos hermanos, vayan en la paz del Señor, traiciónense los unos a los otros, como yo os he traicionado y, tranquilos, que hay indulgencia plena para todos los que se atrevan a desertar de la propia tribu. Amén.

viernes, 14 de mayo de 2010

Un asunto de etiqueta

Todos íbamos a ser inmortales

Si mientras viaja en un avión comercial se entera de que al piloto sólo le enseñaron a despegar, dejándolo ignorante respecto de las técnicas para aterrizar ¿cómo se sentiría?: ¿aterrado?, ¿incrédulo?, ¿estafado? Lo más probable es que sentiría todo eso al mismo tiempo y algo más… por lo menos una urgencia incontenible de ir al baño. Ahora, como la costumbre y el paso del tiempo moderan todas las angustias, en nuestra vida diaria no solemos experimentar ninguna de estas sensaciones, en circunstancias que, si fuésemos lúcidos, las debiésemos sufrir como una náusea crónica, de fondo.

Una náusea crónica originada en la irracionalidad más obcecada de la modernidad: la negación de la muerte. Como al piloto de marras, desde pequeños nos enseñan, con exquisito detalle, a cómo subir la escalera de la vida, pero también nos ocultan, con igual tenacidad, toda sabiduría que nos ayude a aceptar la propia muerte y a “vivirla” con paz interior, sin rabia ni desesperación. Aquí no predico: me he sorprendido, como padre, dando respuestas impresentables a mis hijos cuando, entre los cuatro y seis años, comienzan con la angustia por la perspectiva de la propia muerte. “No te preocupes, si para eso falta mucho…”, les repetía indolente, esperanzado en que se les pase luego o esperanzado en que encuentren respuestas en las clases de religión del colegio… Sí, he sido inepto, me fue más fácil hablarles de sexualidad. Y es que toda edad tiene sus herejías y la herejía de la modernidad es la muerte o, lo que es igual, la limitación infranqueable del inflado ego del ciudadano-sujeto de derechos-consumidor que campea desde la medianía del siglo pasado.

En este punto debo confesar mi profunda admiración hacia los vendedores de nichos mortuorios. Sometidos a todo tipo de desprecio, les toca ser los iconoclastas de esta cultura que nos pretende hacer creer que somos inmortales e inmunes a cualquier avance de la muerte, ya sea en forma de precariedad, sufrimiento sicológico o de un mero dolor de cabeza. Resulta horrible intentar esquivarlos cuando se abalanzan sobre uno en la calle tratando de dar los mejores argumentos de venta que existen: un producto, el único en rigor, que usted está seguro de que usará por toda la eternidad. En verdad, sobran los comentarios, pero hay una arista curiosa: la muerte tiene beneficios para todos los seres humanos, pero estos, animales desagradecidos, sólo se dedican a denostarla. Un repaso a vuelo de pájaro: el socialista encuentra en la muerte la igualación definitiva de todos los hombres; el neoliberal, el alivio eterno de las cargas tributarias; el amante, el orgasmo final, no ya la petite mort, sino la grand mort; el hipocondríaco, la liberación absoluta del miedo al dolor… En fin, a qué seguir argumentando sobre la circularidad del círculo.

Pero lo que más indigna, y creo que aquí está la raíz de cuanta crisis económica, política, social o ambiental haya sufrido Occidente en los últimos cien años, es que NINGUNA utopía política, ya sea conservadora o progresista, nos ayuda a aceptar la muerte. Muy por el contrario, TODAS caen en la demagogia más repugnante y nos prometen que, con ellas, la vida en la tierra no hará más que alargarse…¡¡Qué aburrimiento!! Son verdaderas escuelas de lateros, basta ver la locura de Fidel Castro por alargar su vida, su manía obscena por su salud, por embalsamarse en vida y así poder seguir predicando o enviando sus “cartas pastorales” a su pobre y asfixiado pueblo. En el otro extremo, Juan Pablo II insistía en ejercer el pontificado desde la senectud perfecta, sin importarle que delante de sus ciegos ojos y de sus sordos oídos campeara la injusticia con los niños víctimas de la pederastia. En fin, la vida debe tener una etiqueta y lo esencial en esta es saber cuándo debemos hacer mutis por el foro y dejarnos querer por los gusanos en medio del húmedo abrazo de la tierra… ¿Será tan difícil? No debiese, antes de ser concebidos, todos nosotros, estábamos tan muertos como cuando dejemos de respirar. No me quejo de mi pasar antes de, digamos, alguna noche de pasión que tuvieron mis progenitores allá por julio de 1968… Hasta esa noche de invierno, para mí, todo era paz, chapoteaba en medio de la nada o era una basurilla que molestaba dentro del afilado ojo de la Providencia.

Sí, es verdad, aceptar la propia mortalidad es difícil… Desde pequeños nos inculcaron que seríamos dioses, ya sea en su versión laica (entregándonos al ideal del progreso), religiosa (que seríamos el mesías u oficiaríamos de santos bienaventurados) o en su traducción “tecno-posmoderna” (que seríamos algo así como Batman o Catwoman, siempre jóvenes, energéticos, productivos y llenos de dispositivos electrónicos).

Basta de tanta patraña fáustica, de tanto activismo inútil y sigamos el ejemplo de la cultura india. Gran parte de la sabiduría indostánica se orienta al logro del arte del buen morir. La meditación que promueve el yoga está impregnada de la aceptación del hecho de la muerte, tanto es así que, cada práctica, termina en shavásana o postura del cadáver. Ahí sí que se les enseña a aterrizar, a bajar las escaleras a las pobres almas. Entonces, mis queridos y maltratados lectores, la invitación es a convertirse alegremente en fiambres y dejar tranquilo al planeta y a los que recién empiezan su vida en este valle de lágrimas, no los hagamos a ellos cargar con el financiamiento de nuestras costosas pensiones y demenciales sistemas de salud para mantenernos delirando hasta los 150 años… Es un asunto de educación, de etiqueta.