lunes, 25 de julio de 2011

Ideologizados Todos

Chilenos nos fanatizamos sin necesidad de tropas de ocupación. En fotografía, provincianos alemanes "liberados" saludan a fuerzas nazis (fuente: Theatlantic.com)

Chile constituye, ya muchos lo han dicho, el laboratorio planetario donde todo se prueba, desde el comunitarismo de Maritain, pasando por el socialismo a la chilena, hasta la candorosa doctrina de Chicago que juraba redimirnos por el santísimo mercado. Todos vociferaron “avanzar sin transar”.

Cuenta la leyenda que la cortina musical televisiva de los encuentros futboleros criollos, la Suite Karelia de Johan Sibelius, fue estrenada en los mentados eventos con un error garrafal: se lanzó al aire al doble de la velocidad prescrita por el insigne músico finlandés. Esto, lejos de molestar a la distinguida audiencia, fue un triunfo atronador, tanto así, que la ya citada melodía está enquistada en el ADN del balompié nacional. De hecho, cada vez que la escucho siento unas ganas incontenibles de salir corriendo tras una pelota. ¿Es este desliz melódico un síntoma de una enfermedad social más profunda? Me arriesgaré con una especulación peregrina y diré que sí: esta ansiedad por gozar de los beneficios de la civilización occidental pero “rapidito” y, ojalá, saltándose todos los esfuerzos que ello implica, está en nuestro más arraigado carácter. Nos gusta Sibelius, sí, pero que no nos dé la lata con sus exigencias estéticas, por eso lo ponemos al doble de velocidad y corremos a perdernos tras la “esférica”.

Muchos me odiarán por decir esto, pero creo que todo empezó con Eduardo Frei Montalva y su mágica “Revolución en Libertad”, su “promoción popular”, sus ensayos comunitaristas. La esperanza era dar con la doctrina correcta capaz de llevarnos “de la manito” al desarrollo, casi como se lleva a un nene al jardín infantil. La fórmula era simple, bastaba con reformar el agro, chilenizar el cobre y extender la educación básica, todo lo demás vendría por añadidura, pues el proceso era automático. El experimento, claro, no fue todo lo exitoso que se imaginaron sus promotores y esta triste realidad dio paso a Salvador Allende, el cual, ahora sí, prometía, venía con la doctrina milagrosa. Era la “Vía Chilena al Socialismo” que era medio pariente de la receta anterior, pero con más grados alcohólicos: nacionalización del cobre, reforma agraria hasta que duela, Escuela Nacional Unificada y un amplio programa de traspaso de empresas privadas al área estatal. Igual que en la experiencia anterior, sus defensores cacareaban que Chile alcanzaría automáticamente el desarrollo gracias a la liberación de las fuerzas productivas del proletariado y un largo bla bla. Como era de esperar, el experimento no gozó de todo el éxito que añoraban sus promotores.

Cuando todo parecía perdido y creíamos que las ideologías nos habían decepcionado, apareció la dictadura militar y su tropa de técnicos formados en Chicago listos para aplicar la receta de Friedman y Harberger (que vendrían a ser el Marx y Lenin de la derecha ideológica). La idea era hacer justamente lo contrario que los dos experimentos anteriores. De hecho, uno de sus teóricos centrales, José Piñera, fue capaz de embarcar a Chile en un experimento único en el mundo: las pensiones privadas. La idea era tan extrema como las anteriores, pero al revés: si antes el rey Midas era lo estatal o colectivo que convertía en oro todo lo que rozaba; ahora, el nuevo Midas era el capital privado, ¿el oro convertía en oro lo que tocaba? En fin, la idea era que si teníamos educación privada, pensión privada, salud privada, agua potable privada, desataríamos un proceso, automático de nuevo, que llevaría a este menesteroso país al desarrollo. Y, claro, si bien
hubo avances en varios campos, el experimento no tuvo éxito en el punto central: la distribución del ingreso y la proporción de pobres. Esta se ha mantenido casi inamovible desde 1964, es decir, en torno al 20 por ciento de los chilenos. La diferencia es que antes los pobres caminaban descalzos, hoy lo hacen con zapatillas chinas compradas en La Polar a precios exorbitantes, pero en “cómodas cuotas mensuales” capaces de desangrar el salario del jefe (a) de hogar.

¿Es esto una enfermedad chilena? Si algo sirve de consuelo, diré que no, que es parte de la psicología mediterránea: muchos griegos, portugueses y españoles creyeron, de verdad, que con solo entrar en la Unión Europea sus países se desarrollarían ipso facto como Alemania. Lo que sí no tiene consuelo posible es que los ministros del actual gobierno tengan la desfachatez de hacer caso omiso a su compromiso ideológico y acusar a las demandas estudiantiles de estar “ideologizadas”. Esto equivale a ver la paja en el ojo ajeno y olvidar la viga en el propio. Lo honesto sería reconocer que todos somos adictos a las promesas fáciles de las ideologías, que no soportamos la noción de que el costo del desarrollo es sangre, sudor, lágrimas y pensamiento autónomo, que no toleramos la sospecha de que no existen caminos “automáticos” al desarrollo y que, claro, somos como esos atenienses que creían poder llegar a ser berlineses, pero tumbados al sol y con un par de euros en la billetera.

jueves, 7 de julio de 2011

“Analista de ética”

Angel Novus, espantado por un analista de ética...

Sí, sí, leyó bien, no es una tomadura de pelo. El tema menos específico que existe, la ética, que atañe a todo ser humano por el hecho de “ser” persona, ya tiene su cargo tecnocrático para buscarle la quinta pata al gato… Señoras y señores, con ustedes el “analista de ética” o, si desea darle mayor pedigrí, puede decirle: ethics analyst or ethics counsel, como le dicen.

Para los vejetes que nacimos entre 1965 y 1970 la palabra analista tiene una resonancia cartesiana, una temperatura gélida, dada por su promesa de aplicar la racionalidad a lo real hasta volverlo, a pesar de sus pelos, defectos e impurezas, en algo tan aséptico y conceptual que puede ser presentado en cualquier folletín institucional sin causar náusea alguna entre el distinguido público. Y claro, el país donde brota el analista de ética por vez primera es, al parecer, en los Estados Unidos. En Chile, que no soportamos que los gringos nos lleven la delantera y tratamos de reciclar todos sus inventos (un caso es twitter que, en nuestro terruño, canaliza gran parte del debate político cuando, seguro, fue pensado para redes sociales más informales), no tardamos en naturalizar el mentado concepto a la remolienda criolla y, sin decir agua va, ya tenemos nuestros regios (as) “analistas de ética”. Eso sí, estos analistas sí que tienen campo laboral, no como los criminólogos-de-la-hermenéutica-zodiacal que tuvieron su auge y caída durante el antiguo régimen concertacionista. ¿Y dónde trabajan estos señores? Preguntará un distraído… En las consultoras de RSE (Responsabilidad Social Empresarial), un ejemplo: la empresa Gestión Social, uno de los tentáculos de nuestro entrañable Eugenio Tironi, dedicado a asesorar, entre otras empresas, a Hidroaysén, según oportuna revelación twittera de Patricio Navia, cuenta con tres de estas brillantes profesionales.

¿Qué nos pasa que nos estamos comprando esta neo-lengua que intenta disfrazar con glamour la precariedad laboral? El caso de una Isapre es para llorar a gritos: a las personas que reembolsan los gastos médicos las llaman “consultoras cajeras”. Sin embargo, el caso del “analista de ética” es lo más grave, pues encierra una ideología torva en su interior. De partida, presupone que los problemas éticos son asuntos casi ingenieriles susceptibles de ser optimizados, como quien optimiza el uso de combustible en un proceso productivo. Según esta visión, ingenua e interesada a la vez, en los conflictos éticos no existe la tragedia que nos lleva a optar entre dos valores relevantes en pugna, a cambio de ello, apuesta a una dieta baja en calorías que consiste en conjugar los intereses de una empresa con los valores de una comunidad hasta llegar a una combinación óptima que haga que cierta inversión sea tolerable para el grupo humano afectado y, más importante todavía, rentable para los inversionistas comprometidos (aquí, en el caso de Hidroaysén, nuestros “analista éticos” han fallado sistemáticamente). Que quede claro, no critico este ejercicio de lograr transacciones aceptables entre valores y rentabilidad, creo que es una disyuntiva inevitable de la vida humana, solo reprocho la carencia de autenticidad y coraje para llamar las cosas por su nombre y, en cambio, recurrir a embellecimientos inútiles. No lo hago por una manía ética, sino estética, pues el resultado de esos “embellecimientos” son verdaderos esperpentos que rebajan la dignidad de los involucrados.

Esto de reconocer la tragedia implícita en todas las decisiones humanas es indispensable en la actual coyuntura, pues ni los grandes inversionistas ni los más alternativos ecologistas están dispuestos a aceptarla. El caso de los primeros ya lo vimos y, respecto de los segundos, el asunto no es menos patético: apuesto diez contra uno a que la mayoría de los que marchan contra Hidroaysén no están dispuestos a rebajar demasiados kw/hora en su estilo de vida. Quieren un mundo con producción limpia, pero olvidan que sus mp3, i-pods, i-pads, celulares, redes y computadores necesitan de muchas centrales termoeléctricas chinas, a cochino carbón, para alimentar esta fenomenal, esta maravillosa “fiesta de las redes” que vive el planeta.